
Desde una perspectiva feminista abolicionista, la prostitución no es un trabajo, sino una forma de violencia estructural y una manifestación extrema de la desigualdad de género. Legalizarla no elimina esa violencia: la normaliza.
Los modelos que promueven la regulación de la prostitución como una “actividad laboral” parten de una falsa premisa de libre elección. Sin embargo, la evidencia muestra que la mayoría de las mujeres en situación de prostitución provienen de contextos de pobreza, violencia sexual previa, migración forzada y falta de alternativas reales. No se trata de libertad, sino de supervivencia.
Legalizar la prostitución implica legitimar un sistema que se sostiene sobre la demanda masculina de acceso al cuerpo de las mujeres como un “derecho” de consumo. En lugar de proteger a las mujeres, este tipo de legislación consolida la industria proxeneta, aumenta la trata con fines de explotación sexual y profundiza la cosificación de los cuerpos feminizados.
Los países que han optado por legalizar o regular la prostitución —como Alemania o los Países Bajos— han visto crecer la trata, el turismo sexual y el poder de los proxenetas. En cambio, el modelo abolicionista, adoptado por países como Suecia, Noruega o Francia, ha mostrado mejores resultados en la reducción de la explotación sexual, al sancionar al comprador y ofrecer salidas reales a quienes están en situación de prostitución.
El feminismo exige un alto. No se puede legislar una forma de violencia como si fuera un empleo. Necesitamos políticas públicas que garanticen autonomía económica, acceso a derechos y reparación para quienes han sido víctimas de explotación sexual. La dignidad no se regula: se defiende.
FB: Centro de Atencion a la Mujer Trabajadora de Chihuahua